El cine colombiano tiene una larga relación con la naturaleza, es uno de sus elementos fundamentales. Con una cuestionable inclinación hacia lo paisajístico, la geografía verde –a veces espesa, virgen, o lejana– ha sido una imagen fundacional. ¿Qué esconde la obsesión por lo natural? ¿Cómo podemos pensar el discurso sobre el bosque, la selva, el páramo, el interior de la tierra y el desierto que ha construido, película a película, el cine nacional? Esta imagen que siempre regresa –la naturaleza indomable, lejana, desnuda– se convirtió en una obsesión. Su repetición alertó sobre algo, aunque, en un principio, no supimos muy bien qué era.
Una paradoja habita en la masa vegetal. Muchas veces es bella, pero esconde todas las marcas de la violencia (los ríos en el cine nacional no huyen de esta dicotomía mortífera, por ejemplo); otras veces sirve como refugio, pero alberga siempre el peligro de todo lo natural: algo de su interior te puede matar. También puede representar aquello que da sustento. Sin embargo, las dinámicas de la explotación y todo el detalle de lo laboral insisten en la exigencia, el tedio y el cansancio, en resumen, en la transformación salvaje de los cuerpos (las minas y los cultivos son los ejemplos topográficos más dicientes).
Para estas películas, la naturaleza siempre alberga el presentimiento de alguna cosa sensacional, terrible o sorpresivamente alegre. El cine, cuando filma la naturaleza, se dispone a escuchar un lenguaje que no es necesariamente el de los espectadores. Aquella cosa multiforme pero siempre en tonos de verde habla el secreto de las cosas.
Aunque sin palabras, en el cine nacional estas incontrolables vegetaciones tienen algo que decir. Son, en sí mismas, espacios para la alucinación, el trance y el misterio. En las antípodas del discurso manido y popular que ve en la naturaleza una posibilidad de conexión alrededor del bienestar, la paz y la calma, las películas insisten en lo mordaz e incontrolable de los bosques y las selvas. La naturaleza hace nacer unas fronteras, y cuando esas fronteras se truncan o desaparecen inicia el periplo de lo terrible. No hay, pues, nada reconciliador en la masa vegetal. El hombre, en medio de la selva, es decididamente un hombre fuera de lugar. Estas imágenes de la desgracia y el peligro están muy bien condensadas en La vorágine, una novela titánica y fundacional para, atrevámonos, todo el arte vernacular.
Empezamos entonces a ver una tensión entre el texto y todas las imágenes que el cine hizo aparecer después. No podía ser una simple casualidad que, viendo las películas, pensáramos en la novela, y que leyendo la novela pensáramos en toda una especie de tradición nacional cinematográfica. El signo del desastre y el signo de la naturaleza (“el traquido de los arbustos, el ululante coro de las sierpes y de las fieras, el tropel de los ganados pavóricos, el amargo olor a carnes quemadas”) han sido hermanos desde siempre. Nuestra conclusión incipiente fue la de superponer el embrujo de la naturaleza al que se somete Arturo Cova y sus compañeros “igualmente infortunados” a éste que empezamos a notar tenía la novela sobre algunos directores de cine colombianos.
Aprovechamos, entonces, el inminente centenario de la publicación de “La vorágine” (1924), la novela –fundacional y fundamental– de José Eustasio Rivera, para hacer una celebración temprana y sui generis (celebrar la literatura a través del cine y viceversa) alrededor de algunas películas-hito colombianas que, como nos gusta decirles, han nacido bajo el hechizo de la literatura, puntualmente bajo el hechizo, consciente o inconsciente, de la novela de Rivera. Esta muestra promueve unas relaciones intertextuales entre el cine y la literatura fuera del stricto sensu de la adaptación.
“La vorágine” es un heterodoxo relato de amor. Signado por las fugas y las desapariciones, lo que leemos es en realidad un diario y una crónica de supervivencia. Son las consignas de un tal Arturo Cova, enamorado eterno y arrepentido, que es una combinación paralizante y maldita. En su etapa inicial, una mujer va detrás de un hombre. Después, ese mismo hombre va detrás de esa misma mujer (que se ha fugado lejos). El impulso sentimental no es menor. El camino hacia la reconciliación, incierto e inseguro, obliga a los peores males. En el medio hay un relato de abusos: en las caucherías de la selva tupida del Amazonas el mundo se traga a sí mismo. Como un uróboro, el ojo, donde sea que mire, encuentra hambre, destrucción, peligros, cuerpos más muertos que vivos. Se combina la fantasía del amor recuperado con la certeza de una muerte inmediata en la soledad gorda de la selva. Allí, escapar de la muerte es imposible. Todo lo que ve y siente Cova sella ese destino. En “La vorágine” hay colisión de estados de ánimo y uno se convence de que el hombre sensato (la sensatez huye del amor, lo sabemos) se entrega a la resignada espera por el acabamiento.
Nuestra hipótesis para este programa de retrospectiva es que “La vorágine”, aunque es un texto que nunca se ha llevado propiamente al cine, ha sido fundamental para la construcción de una idea precisa sobre el cine nacional. Idea que versa sobre el espíritu de sus personajes –Arturo Cova, podríamos decir, aparece y desaparece muchas veces entre las rutas del cine nacional–; sobre las ideas y las imágenes de ser devorados por la selva –pensemos en el epílogo de la novela: “Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!”–; y, finalmente, sobre el relato de las violencias –“Ramiro era el hombre que, según don Clemente Silva, presenció las tragedias de San Fernando del Atabapo y solía relatar que Funes enterraba la gente viva. Él había visto cosas extraordinarias en el pillaje y la crueldad, y yo ardí por conocer detalles de esa crónica pavorosa”–.
En “La vorágine” los movimientos de persecución son múltiples. Los vivos persiguen a los muertos, los muertos a los vivos. Los sanos a los enfermos y los enfermos, deseando salir del derrumbamiento, persiguen a los sanos. Todos van buscando algo que consideran perdido. Hay lenguajes misteriosos. Hay fugas meditadas y apresuradas, hay también reencuentros milagrosos. Es, en definitiva, un relato sobre la ausencia. Esa materia nos permite tender un puente hacia el cine nacional, que tiene una intacta conversación todavía por descifrar con milimétrica precisión (¿será posible?), entre él y las desventuras de Arturo Cova. Es ese gran mapa de ecos lo que quisimos desvelar en la muestra.
Esta manera intertextual y también hechizante abre nuevas perspectivas para ver en la naturaleza algo más que una simple obsesión. Elemento aglutinador, ella lleva una clave para rastrear la materia fértil del cine colombiano y las obsesiones conscientes o inconscientes de sus cineastas.