Bajo una lluvia ajena se sitúa temporalmente a comienzos de este siglo. Es decir, al final de un periodo: los últimos días en que las imágenes aún requerían medios físicos para viajar. Por eso es una película de correspondencias, de imágenes y afectos que viajan físicamente buscando la cercanía de quien está irremediablemente lejos. Porque toda correspondencia supone de antemano una distancia insoslayable que debe ser cerrada compartiendo un gesto íntimo. En la correspondencia, el remitente crea un presente que afirma: «esta es mi forma de estar, de llenar un vacío doble: el que he dejado en ustedes al irme, pero también el que me ha quedado al no poder llevarlos conmigo.» La carta, por un instante, borra los límites del tiempo y el espacio. Es, en toda regla, una tecnología fantástica.
Hoy, nada circula tan rápido como las imágenes. Esto ha creado la ilusión de que vivimos en un mundo donde las distancias se han reducido a su mínima expresión y nuestra relación con las cosas se define por la inmediatez. En los últimos tiempos hemos experimentado una hiperaceleración en su circulación y en la producción de imágenes personales. Sin embargo, a comienzos de siglo, la comunicación con nuestros seres queridos era principalmente textual, telefónica y, en raras ocasiones, fotográfica. Enviar un vídeo propio era un gesto excéntrico que requería trabajo y medios, en otras palabras, viajar en imágenes era un gesto lujoso.
Enviamos cartas e imágenes porque sufrimos la ausencia de alguien. Bajo una lluvia ajena es, por tanto, una película sobre la soledad. Está tejida a partir de los archivos de las videocartas enviadas desde Cataluña por migrantes de todo el mundo a sus seres queridos. Y quizá no haya mejor forma de presentar una película sobre la soledad y la distancia irreductible de nuestro mundo que junto a otras películas que también exploran la experiencia humana del exilio y la búsqueda de conexión. Por ello Cinemancia nos ha dado «Carta blanca» para programar obras que nos hagan compañía, películas que nos arropan con la mirada de la empatía; única forma efectiva de desarmar la soledad.
Hay una idea muy bella que le oí a Marta Andreu, quien a su vez la tomó de Jean-Louis Comolli: «El arte es la única ciencia exacta que tenemos porque en él 2 + 2 es 5; los cuatro que están presentes y el fantasma que pasa en el fondo.» Marta Hincapié Uribe hace uso de esta misma ciencia exacta en su película. Por eso sabe que la única forma de hablar de la inmigración con precisión debe incluir a los espectros de aquellos que han perdido la vida queriendo alcanzar la quimera de esa Europa idealizada. El empleo de esta misma ciencia exacta y espectral a la hora de hablar de la migración es lo que encontramos en cada una las películas seleccionadas en este ciclo.
Jean Rouch, en Les maîtres fous, practica ejemplarmente esta ciencia al registrar cómo los síndromes coloniales no solo se ven en la pobreza, sino que también son fantasmas que habitan en el inconciente. A través de un método chamánico crítico, estos espíritus pueden ser conjurados, expuestos y expulsados.
En una forma más austera, Chantal Akerman ejerce esta misma disciplina en D’est, practicando el arte de observar. Akerman sabe que Europa, la Europa idealizada, tiene contornos bien precisos que incluso expulsa partes enormes de su propio territorio. Pacientemente, filma la Europa desterritorializada, la Europa del Este fría y olvidada, sobre la que se proyectan cientos de fantasías que ella combate usando el poder referencial de su cámara casi siempre inmóvil.
Con el mismo grado de austeridad, proceden Pacho Velez y Stephanie Spray en Manakamana, ese impresionante fresco sensorial donde el primer plano es restablecido en todo su esplendor. El cine, cada tanto, se obsesiona con buscar lo nuevo, expandir los límites de su lenguaje y parece olvidar que el primer plano es virtualmente inagotable. Marta también lo sabe, por eso su película está compuesta por primeros planos como vehículo principal de los afectos.
En Muerte en Arizona, Tin Dirdamal desplaza su investigación hacia el plano vacío y el testimonio especulativo. A través de ellos documenta la verdad emocional del desplazamiento humano que, en muchas ocasiones, no es solo un asunto de sobrevivencia, sino de búsqueda existencial y metafísica. Trabajo análogo está en el origen de mi película Las ruinas, en ella la migración toma la forma del desarraigo y el exilio en una clase media desencantada, que desde la distancia, a través del arte, se pregunta por su lugar de origen, mientras es acechado por fantasmas familiares.
En Mandabi la obra maestra de Ousmane Sembene se narra la historia de un hombre en Senegal, empobrecido y sin trabajo, que recibe un envío de dinero de su sobrino que ha migrado a París y vive de limpiar las calles de la gran ciudad. El dinero, que es una promesa de acercarnos a aquello que deseamos, se presenta aquí como una fantasía obstruida por la burocracia, encarnación de síndromes poscoloniales.
Finalmente en el ciclo aparece Pedro Costa. Si me preguntaran con qué película inició el siglo XXI cinematográfico, no dudaría en afirmar que con su película No Quarto da Vanda. Esta obra supuso un replanteamiento en el entendimiento de la escritura cinematográfica, recordándonos que la verdadera gramática del cine es material: está en los cuerpos frente a la cámara, la luz y los sonidos que emiten, no en las ideas o las estructuras narrativas; sin embargo, todo esto está al servicio de documentar la parte espectral de una experiencia migratoria. El siglo XXI entonces habría nacido en un cuarto de una chabola lisboeta habitada por inmigrantes caboverdianos, en video de baja definición y sin una trama definida. Muchos de estos gestos los retoma Marta en su película. Para ella, lo importante no es la historia, sino ver, oír y acompañar a sus protagonistas.
Para Bazin, el cine solo es un paso más en una lucha ancestral de la especie. La lucha contra la muerte. Hacemos imágenes de nosotros mismos, por la misma razón que los egipcios embalsamaban a sus muertos. Las imágenes son efigies; otro modo de estar presente. Las imágenes entonces están para evadir, por momentos a la muerte, pero también a la distancia. El cine siempre ha sido un arte del movimiento. La cámara es especialmente virtuosa a la hora de capturar los desplazamientos de los objetos ante el ojo humano. Pero quizá el movimiento más importante no es el de la locomoción visible que el plano puede registrar, sino la que se da en la elipsis invisible entre plano y plano en el corte que produce el montaje. El cine, desde sus primeros momentos, fue un arte simbólico (de sym-bolo), es decir, un arte de unir aquello que está separado. Un arte del movimiento que reúne.
La «Carta blanca» que acá presentamos explora la distancia del desplazamiento humano y el esfuerzo por acortarla a través del cine. Las películas seleccionadas no buscan sustituir la presencia física tan solo evocada por las imágenes, sino que abordan una distancia espiritual que el cine, como medio que reúne, conecta e investiga, a veces reduce y otras veces expone.