Romper una relación de pareja conlleva implicaciones graves en la vida de las partes involucradas. Por un lado, está el riesgo de caer en la pena absoluta. Entrar en un estancamiento con decisión. Convencerse de que los mejores futuros son sólo inventos de un espejismo formado por la neblina de la pasión. Espirales de autosabotaje, romper muros con puñetazos, rasgar hojas de amor y lienzos que otrora fueron símbolos de entendimiento. Otra opción es la del desfogue hedonista: obligarse a seducir, creer tontamente que la soledad no es una decisión sino un castigo, transitar de cama en cama errando entre carnes que se sienten inertes: justamente hace falta aquella que se quiere dejar de amar. Ninguna de esas formas revelan la vida, lo que hacen es esconderla, meterla en las capas de una cebolla enmascarada para la infinidad. En lugar de afrontar un duelo, estas maneras dilatan el cara a cara con uno mismo, quitan y desnutren el impulso creador. Es así como el arte, el cine, está siempre en algún lugar oculto y titilante, dispuesto a tomar parte de una correspondencia incierta. Recortes de situaciones comunes entre las parejas en crisis, la historia de los indígenas Yaqui del desierto en Arizona, unos niños expedicionistas espaciales cazadores de meteoritos, la ropa de los migrantes en el desierto salado, un apartamento dejado a su suerte, un alarido, un sollozo al viento, un triciclo devenido chatarra que lentamente se convierte en maleza. La cama doble bien tendida –lecho de la ternura, la devoción, el arrebato, el buen desvelo– convertida en una colchoneta sin sábanas, usurpada por el moho y dejada a merced del frío que habita el piso.  Las líneas y puntos que proliferan en el filme como diagramas son al mismo tiempo la estampa y la potencia del relato en sí. Es una operación de empuje del lenguaje hacia sus límites, no por fuera de sí sino dentro, entre sus pliegues y resquicios, en un intento por encontrar lo otro dentro de sí. Este documental de creación del artista multidisciplinar Tin Dirdamal presenta un duelo enfrentado desde la cinematografía como terapia de choque a largo plazo, un tratado contra el encierro en uno mismo. Aprovechando las ruidosas impresiones de la realidad cuando se adolece de algo que no se sabe muy bien cómo aliviar, el director hace una ensoñación febril e imaginativa, una infusión suministrada por los ojos y los oídos para tratar el hígado y el cerebro, los órganos responsables de la alquimia de las emociones.