La existencia de la nueva película de Pablo Álvarez desconcierta por su aparente sencillez. Realmente se trata de algo impresionante porque, como lo hace el mejor cine, pone frente al espectador una paradoja compacta y casi que imposible de relevar de su condición de enredo. Para preguntarse dónde queda o dónde se deposita algo, la película elimina toda sensación o glosa espacial. En Infinite Distances no hay nada. La pregunta concreta de la película es “¿Dónde queda la intimidad?” Los instrumentos para responder son inmateriales, son voces. Mensajes que suponemos alojados en lo que es ya un aparato mitológico: el contestador. Muy a pesar (o en correcta correspondencia) con su título, la película se compromete con cerrar la posibilidad de cualquier indicio geográfico. Así, Álvarez descubre que la intimidad está siempre en un acento.