Hay un taxi que se va alejando y un perro que corre detrás, el taxi se detiene y lo deja entrar, ese pequeño acto define un cine que nos da hasta la más pequeña concesión de humanidad. Rentería decide retratar la esperanza como una especie de limbo entre el recuerdo y la espera: los muertos de un cementerio que probablemente esperan volver a una nueva etapa, un hombre que escucha una radio en algún idioma eslavo y que parece esperar una noticia, y la esperanza general de unos cerros que parecen ser solo un limbo de las leyendas, todo esto acompañado por un músico que acompaña a los muertos en su camino final. Con Rentería vemos desde lejos los cerros limeños y el cementerio –que tiene zonas que parecen ser un paraíso en ruinas–. La distancia hace que todo se sienta pequeño y constantemente engullido por una magnificencia espectral. La catarsis definitiva de las imágenes sobrepuestas nos lleva a los balcanes y a esa locura inherente que solíamos ver en el cine de Kusturica, una aceleración imparable entre música e imágenes de la guerra que plantean todos esos recuerdos como un tatuaje imborrable:  todo lo que el hombre siempre se cruza navegando imágenes del pasado, el presente no es del todo real mientras la herida de la guerra no se cierre. La añoranza continúa al hogar del trabajador de aquel cementerio, parece ser el elemento definitivo para entender esa esperanza de alguien que ha vivido diferentes vidas, que ha ido terminando una a una y que solo espera volver al inicio.