Hay un nivel de traición al usar las palabras para hablar de una película que decide no acudir a ellas. Por esta razón, quizá sería mejor acercarse a la película de Marín como un médico que con cuidado ausculta un corazón. El ritmo del montaje y el movimiento interno de los planos evocan las palpitaciones; escuchamos como si estuviéramos haciendo uso de un estetoscopio, descubriendo los movimientos internos de aquello que no podemos captar completamente con la vista. Materia vibrante invita a sentir las texturas en la imagen, a abrirse al asombro de un cine que quizá esté más cercano a sus orígenes, donde es la imagen y no la palabra el vehículo de significado, a volver a ver el mundo y poder sentir que algo se manifiesta en esa experiencia como si fuese la primera vez. Esta película invita a ser leída no como un conjunto arbitrario de imágenes, sino como una serie que establece conexión directa y específica con la realidad que la preexiste, que hace manifiesta una relación entre las formas en que se graba y se reproduce. Entre aquellas cosas que la película permite sentir y pensar está una aproximación al cine desde lo material. La imagen no es sólo índice de aquello que registra, sino que señala sus propios medios, su propia composición para señalar qué hay concreto, sólido. Si se acude a esta película con oídos atentos y un cuerpo dispuesto a sentir, lo que posiblemente encontrarán son imágenes vivas, materia sensible que desde su propio cuerpo convoca a pensar no sólo lo que vemos, sino en aquello que captura lo que es visto.