Catalina Villar, radicada en Francia, regresa a Colombia durante el año 2002, encontrándose un espacio de derrota, de prurito y escozor. Frente al clima de desasosiego y derrota tras los fallidos diálogos de paz entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana en la zona de distensión, el país atraviesa un proceso electoral volátil entre el candidato de Primero Colombia, Álvaro Uribe, y Horacio Serpa, por el Partido Liberal. La masacre de la iglesia de Bellavista en Bojayá,  en medio de una guerra entre guerrilla y paramilitares de las AUC, ya había sumido al país en las tinieblas más insondables. Por los apuntes sonoros/visuales de su retorno a Colombia, las madres desconsoladas que atraviesan el Atrato en busca de refugio y ayuda se mezclan con las reuniones de los comités de comunicaciones de las campañas presidenciales que vociferan estrategias mediáticas para posicionar candidatos. La película de Villar, superando la naturaleza de un reportaje, dibuja el hostil clima que se vivió en aquel año. Todo lo que ocurre, ocurre en una dicción como de poema de María Mercedes Carranza: con el dolor atravesado en la garganta. Mientras tanto, un jingle belicista y estridente de un político tiñe de más bermellón el panorama de las víctimas –víctimas que deambulan desde el Darién hasta la cuenca del río Amazonas–: es una derrota locuaz en su silencio atroz. Catalina Villar, más que intentar comprenderla, quiere dejarla plasmada, como testigo, sin hacer de su voz un hecho perentorio sino un espacio de recogimiento, desahogo, escepticismo y miedo, un miedo que no indica vulnerabilidad o resignación sino que abre las puertas para que los alcances del cine documental trasciendan la descripción hacia un enfoque de complejidad que hermana mirada-intuición con otredad-tacto: abrazar lo que duele y hacer con ese dolor algo que nos devuelva la dignidad ante el enmudecimiento atronador que hemos experimentado. Bienvenidos a Colombia, con todo lo que ello implica.