Choque, destrucción, muerte, límites, fronteras, educación, heridas, el ritmo del mundo. Son cosas en las que inevitablemente uno piensa mientras ve La selva inflada, que, contrario a todo lo que narra, es una película descansada, sobria, casi que disciplinada en su forma de atención al mundo del Vaupés. Análoga a lo que uno siente cuando ve a un meditativo caminante, solitario y mudo, andar cuesta arriba de una montaña o un paisaje sin demasiada intervención urbanística. La película de Naranjo está, contra su voluntad, dividida en dos. La raya que separa todo tiene forma de entierro, de cruz sobre la tierra. En la sinopsis que se lee de la película se nos dice que Naranjo indaga sobre una ola de suicidios entre los jóvenes indígenas del Vaupés. Puede ser una introducción engañosa. Hecha como por piezas, el encuentro con el suicido es oblicuo. Lo que se persigue es otra cosa. Cosa realmente incomunicable que mezcla el testimonio, la rutina, el descanso, el estudio, el trabajo y el eco de sonidos que distorsionan “el hechizo de la selva”. La primera voz que oímos nos dice: “Yo estaba acá en la Tierra sin hacer nada, yo estaba solo por casualidad, ahí parado”. El escenario de la película tampoco es fijo. Naranjo, en efecto, se concentra en un internado que aloja estudiantes del colegio José Eustasio Rivera (¡!) y en los salones de clase del colegio. Filma a los estudiantes de once, los que más dilemas sobre el futuro inmediato y lejano tienen encima. ¿Qué sigue después del colegio? Al hablar de La selva inflada podemos hablar de una película sobre jóvenes, de una película sobre crecer, sobre enfrentar el futuro con la cabeza en alto. Hay que decir que sí es todo eso, sin embargo, todo eso a través de un abrasamiento que, paradójicamente, lo subvierte todo. El camino que filma la película es tanto el del futuro como el del filo peligroso de la muerte, el aburrimiento y el fin de la vida. La película da imagen a la inercia. Naranjo respeta muy bien eso que llamamos “la distancia justa” (ver la escena del llanto, por ejemplo), el asunto de la vulnerabilidad y el respeto, desde el temor y temblor, por la muerte. Por otro lado, más silencioso y sutil, la propia película se pregunta para qué filmar lo traumático, ¿con qué fin? ¿Qué puede expurgar el propio cine? Para Naranjo, que cierra la película con un niño que emprende, una vez más, el viaje que muchos de los suyos ya han hecho antes, el tiempo del mundo, que tiende hacia la repetición, es indomable. Ese final, muy modesto e inesperado, encierra una profundidad metafísica