1997
74′
Colombia
Español
Catalina Villar
Jacques Bidou, Diana Elbaum
Juan Carlos Loaiza
Millerlad López
Camilo Patiño
Doralba Valencia
Maria Eugenia Posso
Sandra Londoño
Catalina Villar
Carlos Sánchez
Claudio Martínez
César Salazar
Fecha/Hora | Teatro | Ciudad |
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Miércoles 11 de septiembre | 3:00 p.m. | I.E. Antonio Derka | Santo Domingo | Medellín |
Miércoles 11 de septiembre | 6:00 p.m. | Institución Educativa Fe y Alegría Nueva Generación | Bello |
Miércoles 11 de septiembre | 7:00 p.m. | Teatro Otraparte | Envigado |
Jueves 12 de septiembre | 6:00 p.m. | La Capilla del Claustro Comfama | Medellín |
Catalina Villar, bogotana radicada en Francia, cineasta con intento de estudios en medicina por la tradición familiar y de literatura por su pasión a la escritura. Es profesora de los Ateliers Varan en París, encargada del taller de escritura documental en la Fémis. Ha participado en diferentes másteres y escuelas de cine en Cuba, España y Colombia, entre ellas la Universidad del Valle.
Conectados por su condición de estudiantes del Liceo Santo Domingo Savio (hoy la Institución Educativa Antonio Derka), Catalina Villar sigue a un grupo de jóvenes en sus actividades que se inscriben y sobrepasan el término de rutina. En el colegio, una clase destaca: es la que lidera el profesor Rubén Darío, justamente el profesor de español. Allí, tienen una tarea particular: escribir un diario íntimo. En Diario de Medellín, los muchachos escriben y leen en voz alta lo que ya han escrito o lo que piensan escribir. Villar, en el fondo, ha hecho una película sobre la que circunda y modela la literatura: aquellas experiencias que forman al escritor. Las imágenes que vemos son algo así como el contorno de las letras que quedan en los papeles.
Una norma no escrita del cine documental más academicista, que espero no se enseñe con tanto fervor como cuando me la ensañaron a mí, dice que toda película debe comenzar con un plano de contexto que nos permita ubicarnos espacialmente para tener claro desde el inicio dónde estamos. Un gran plano general del sitio donde se desarrollarán los hechos seguido de una sucesión de planos que poco a poco, de forma “orgánica”, se van cerrando hasta encontrar la cercanía con el sujeto observado, con el personaje. Diario de Medellín parece acatar la norma al dar inicio con un gran plano general de la ciudad que aparece al fondo, difusa entre el smog y la bruma, mientras que en primer término se ven los techos de lata de un barrio de periferia. La imagen y el título de la película parecieran darnos a entender que aquello sobre lo que habrá de adentrarse es esa ciudad borrosa. Sin embargo, el montaje nos muestra imágenes que miran las calles y caminos del barrio donde se ubica la cámara unidos por la voz en off de un joven que conjura el tono intimista y reflexivo de la película: “El tiempo transcurría pacíficamente, los días siempre mantenían resguardado su preciosidad y las noches parecían dormir rejuvenecidas en su sosegado silencio”. En efecto, ese plano de inicio nos ubica espacialmente, pero no como una forma de contextualizar un relato sobre el que se ahondará más adelante, sino como una forma de expresar la distancia con el centro, una declaración de intenciones: estamos arriba, en la loma, al margen, lejos del centro y acá nos mantendremos. Solo en contadas ocasiones la cámara de Catalina Villar se desplazará hacia el centro de la ciudad, por lo que esta película bien podría llamarse Diario de Santo Domingo, barrio en el que viven sus protagonistas. La directora centra su mirada en la vida de algunos jóvenes a los que conocemos de camino al colegio y luego atendiendo a la indicación de su profesor para la ejecución de una tarea particular, la escritura de un diario que documente sus vidas y las de sus familias. La escritura se vuelve una excusa para revelar la intimidad de estos jóvenes, la vida diaria de sus familias, observada y acompañada por una cámara que logra una delicada cercanía y precisión para hacer una radiografía de la juventud de ese barrio y de su momento. Casi que de forma unánime, y con la paciencia y atención necesarias para no tener que nombrarlos de forma directa o informar al respecto, el pasado de la violencia rural del país y la emergencia de la violencia propia de la ciudad en los años noventa aparecen como vigas estructurales en la vida social del barrio y de las relaciones de familia de los jóvenes: el desplazamiento forzado de una familia de Caldas a la ciudad, el asesinato de un joven compañero al que su novia le hace duelo aun dos años después, la intermitencia de unos padres alcohólicos, desalojos de los predios de invasión que se alzan en las márgenes del barrio, extorsión a comerciantes por parte de grupos armados. Villar logra observar todo esto en el ejercicio de acompañar con tozudez a algunos de estos jóvenes, pero lo hace de forma tangencial, pues lo que ocupa la atención de su cámara es el despliegue del día a día mientras se van escribiendo esos diarios. Es mientras vemos cómo uno de ellos recolecta dinero con una rifa, o cómo dos amigas cantan juntas en su iglesia o mientras una de ellas habla con su madre, en los intersticios de la intimidad y la rutina, que aparecen sin ser invocados esos registros de violencia. Junto a la paciencia y atención de la cámara, la sonoridad y elocuencia de los diarios conforman otro nivel de observación que componen el registro documental de estas vidas. Diseminadas a lo largo de toda la película, aparecen las voces de algunos jóvenes que leen sus diarios, fragmentos con los que se hace un tejido de sus sensibilidades diversas. A veces como voces sin cuerpo que producen choques con la imagen, otras cuando leen sus diarios en clase o en familia, mientras vemos cómo van anotando las historias de sus padres, o mientras una de ellas lee la carta que le escribió a un amado muerto, estas voces constituyen un intrincado dispositivo de observación que mira hacia adentro y que registra así las memorias del barrio. Sin embargo, el conjunto de estas voces no se remite únicamente a la elaboración de un testimonio que informe sobre el pasado, en muchos casos sus voces aparecen como vehículos para que se registre la pura expresividad de la palabra escrita, su musicalidad, rompiendo así otra norma del cine documental académico: la voz debe relatar de forma legible y organizada. Así las cosas, estamos ante un documental que, en tiempos en los que Medellín se hacía célebre como la ciudad más peligrosa del mundo, dedica sus esfuerzos a escuchar las voces de algunos jóvenes, a enfocar con delicadeza la vida doméstica de los habitantes del barrio Santo Domingo, a mirar la potencia de sus gestos más mínimos.
Valle de Aburrá, Antioquia