Al inicio, en el difícil trayecto por el cual transitan Ele y Luki, entre barrotes de metal, surgen las inquietudes logísticas y de vestimenta de donde será la celebración de esa noche. Una fiesta cada noche: ese es el mundo de esta película. A través de disolvencias, la película transcurre ligera, siguiendo de cerca las acciones del protagonista, de su celular, y de sus gestos. Entre capas, como Ele y sus amigas al ponerse disfraces de frutas, o Luki al disimular y esconder su trabajo como vendedor de drogas, la película, sinuosa, deja algo entredicho, disimulando entre la celebración y el ambiente nocturno, un padecimiento de época. El padecimiento sólo se ve y sobre él no puede decirse mucho: para ello la película. Luki, atento, siguiendo los pasos de su pareja, no exalta su pasión, ni su carácter, va a donde tiene que ir, entrega lo que le piden que entregue. La avidez de la juventud que se ve en su novia y entre sus amigos, al preocuparse por su aspecto físico, por destacar y por coquetear, a Luki parece no intrigarle. Como dealer, está a la disposición de los demás, si tiene que hacer una entrega sin previo aviso la hace, si le piden cigarrillos los da. Sólo parece preocuparle que su novia y la policía no descubran su trabajo ilegal. En la madrugada, Luki detiene su auto y camina por una bahía en la cual ve a dos hombres pescando, personajes que no hacen parte del ambiente de la noche; sin una encomienda clara, el protagonista deja soltar su vista en el entorno. Durante la fiesta, Luki estuvo pendiente de las fotos que le había enviado Ele. Cuando llega a su casa –convertida en discoteca– pregunta por ella, dejando ver su anhelo por estar cerca de su pareja, o al menos de que su pareja estuviera bien, de que no pensara mal de él al saber cuál era su trabajo. El protagonista prefiere seguir en esa contradicción, teniendo una actitud dócil, reservada, entre los demás amigos y conocidos que continúan en un ambiente festivo, sin importar en qué casa sigan celebrando. Al final, el secreto se parece al amor.