El film de Theo Anthony adquiere varios puntos de vista para reforzar sus hipótesis sobre la luz y su entendimiento. Funciona como un breve ensayo sobre la evolución del registro pretérito de las imágenes y su transformación, en su máxima expresión, a través de las tecnologías actuales, expresada a través de una cara (nunca irónica y por eso mismo casi diabólica) que intenta ser amable encarnando el rol de representante único de la despiadada industria de la seguridad AXON, una empresa encargada de proveer a las fuerzas policiales cámaras con características lo más cercanas posibles al ojo humano, siempre con el objetivo de disminuir o justificar el habitual uso exagerado de la fuerza. La visión aplicada como una herramienta de guerra se va mostrando de manera ensayística, definiendo y creando una especie de ser celestial omnipresente a través de cámaras corpóreas o aéreas, por lo que el control y registro de todo aquello que sucede en el mundo adquiere un nuevo significado. La visión deja de ser un elemento de supervivencia u ocio humano para transformarse en una herramienta de control. La película propone un escenario desesperante: los recursos de la mirada están todos al servicio de privados o públicos que buscan un control definitivo. La artificialidad de ese nuevo registro audiovisual sobretecnológico distorsiona nuestro sentido de existencia, ejemplificado en los dudosos juicios realizados a través de las formas corporales de los criminales en la antigüedad (la película es también una lección de historia), pasando por la captura en imagen de un eclipse que nunca podrá verse en su forma absoluta, o del entrenamiento de las cámaras para que sus algoritmos traten de emular la visión humana, lo que termina por crear una realidad inventada, formulada por rostros que nunca existieron y que responden al capricho de algoritmos.