Celts es de concentración espacial, temporal y dramática. Se avecina una fiesta esperada y todos los miembros de una familia se ponen manos a la obra. Celebrar los ocho años de una niña es un trabajo duro: los precios para la mantequilla están altísimos, las tensiones mudas entre los personajes se acumulan, las rutinas son pesadas y el futuro es negro e incierto. Sin embargo, la vida continúa. Las fiestas deben celebrarse. Nadie para de crecer aunque el mundo afuera amenace con paralizarse. Entonces, Celts está construida a partir de gestos, entonaciones y silencios. La directora coreografía movimientos y palabras. El mundo de la dramaturgia divide a los personajes en dos grandes grupos: los niños y los adultos. Los funcionamientos de ambos mundos son opuestos pero ninguno está libre de tensiones o ejercicios de caos (cada grupo ve al otro con una percepción invertida de las cosas). Y, como es usual, cada “bando” tiene un relegado. El relegado infantil es un personaje entrañable y la película filma con curiosidad lo que este pequeño se propone. Celts hace propia una paradoja curiosa expuesta en mil libros, de literatura y de filosofía por igual: “Todas las relaciones humanas más estrechas se ven afectadas por una claridad penetrante, casi intolerable, ante la que apenas pueden subsistir”. El misterio de esta película es hermoso de ver, se desenvuelve frente a nuestros ojos con una naturalidad inquietante y apacible al mismo tiempo. Tiene una energía muy difícil de crear y aún más difícil de sostener: se respira una tristeza agradable, muy valerosa y casi que tonificante, también una alegría entrañable (los niños hacen su magia), impaciente y natural, y, por último, recorre por sus imágenes una corriente eléctrica que se fusiona con los personajes haciendo visible la radical importancia de las fiestas, los cumpleaños, las reuniones, los encuentros.