En 1866 arriba en Valparaíso el pintor James Whistler. Al llegar al sur, guiado por la búsqueda de un estilo propio, se encuentra con una costa que le permite redescubrir su práctica artística: el mar, aunque austero y extraño, se dispone ante él para ser reinterpretado a través de la pintura. Este largometraje es como un nacimiento de agua, que existe en el encuentro de las pinturas de Whistler, Valparaíso y las imágenes de archivo de un viaje a la Antártida. El cauce de este nacimiento es construido a través de la correspondencia entre una fanática del pintor y un fanático de las novelas de aventuras marítimas de Joseph Conrad. El tiempo y el espacio se superponen y dan como resultado una narrativa ondulada como las olas del mar. Las imágenes crecen y disminuyen, se agitan y se enojan. Cartas de una fanática de Whistler a un fanático de Conrad navega la imagen –una especie de piel acuática– y habita las aguas de las aventuras, así como las pinturas, como si se tratara de una segunda piel, una piel que se estira y que se arruga, una que también se tuerce en espiral. El mar y la pintura son como una especie de umbral entre eso que parece infinito, eso que se extiende y que se traga a las personas en las peligrosas expediciones. Sin embargo, el diálogo entre ambos, dispuesto a modo de imágenes y cartas, permite que el umbral se vuelva cada vez más poroso. Este largometraje nos toca los ojos y sus aguas nos mojan los pies. Carreño deja espacio en su balsa para que como espectadoras nos acerquemos a eso que parece ser tan lejano, a esos juegos del tiempo que solo el mar conoce, a esas ondulaciones eternas y agitadas del espectro fantasmagórico del cine, los viajes y las cartas.