1981
62′ Min
Japón
Japonés
Jun’ichirô Ôshige
Jun’ichirô Ôshige
Nagisa Ōshima
Shinsuke Ogawa
Jun’ichirô Ôshige
Yasuhiro Hotta
Jun’ichirô Ôshige
Aoyama Recording Center
| Fecha/Hora | Teatro | Ciudad |
|---|---|---|
| Viernes 12 de septiembre | 2:30 p.m. | Centro Colombo Americano - Sede centro - Sala 2 | Medellín |
| Viernes 19 de septiembre | 4:00 p.m. | Biblioteca Comfama | Bello |
Nació en marzo de 1946 en la prefectura de Kagoshima, Japón. Decidió dedicarse al cine tras ver Juegos Prohibidos (René Clément, 1952) durante la secundaria. Tras trabajar en Toei Studios y como asistente de dirección para Yamamoto Satsuo, se convirtió en asistente de dirección en Iwanami Productions, la prestigiosa productora de documentales que albergó a Tsuchimoto Noriaki, Kuroki Kazuo y Ogawa Shinsuke, y trabajó bajo la dirección de Jinba Isao. En 1970, produjo de forma independiente Kurokami (1970) con sus colegas de Iwanami, un largometraje ambientado en la aldea Kurokami (Kurokami buraku) en la isla de Sakurajima. Tras su finalización, alquiló salas por todo el país para proyecciones independientes. Posteriormente, se trasladó a Kobe, que había sido un punto fuerte de las proyecciones de Kurokami, y comenzó a realizar películas contra la contaminación para organizaciones gubernamentales locales y documentales para televisión. Fundó y dirigió el Instituto de Investigación de la Cultura de la Imagen de Okinwawa.

La película documenta la visita del cineasta Nagisa Oshima al colectivo Producciones Ogawa durante su estancia en Furuyashikimura. Oshima se reúne con Shinsuke Ogawa para una extensa entrevista, en la que explica su método de trabajo y filosofía.


Un encuentro entre dos cineastas japoneses —uno visitante, otro anfitrión— se convierte en una meditación sobre el cine como forma de vida. A Visit to Ogawa Productions registra una conversación sostenida al interior de un pequeño grupo que hace cine y cultiva arroz, donde filmar no es una actividad profesional, sino un modo de habitar el mundo. Filmar y cultivar responden a una misma lógica. La imagen y el arroz crecen con lentitud; ambos requieren de paciencia, atención constante y entrega diaria. Lo esencial ocurre bajo la superficie: como las raíces sumergidas que actúan sin ser vistas, cada fragmento, por simple que parezca, guarda un valor irreductible. Lo mínimo se convierte en materia, en centro de gravedad. El cine se manifiesta como una obsesión delicada. En ella se juega la posibilidad de descubrir algo nuevo, de afinar la mirada sobre lo cotidiano. No hay grandeza ni espectáculo; el drama del proceso mismo —los errores, el cansancio, las repeticiones— contiene un interés profundo. La experiencia se vuelve conocimiento: filmar como cultivar. El fracaso no es derrota y documentarlo implica asumir la fragilidad del hacer, la incertidumbre que acompaña toda búsqueda sincera. La vida contiene sus propios desvíos, y el cine no puede ignorarlos. De ahí surge una ética: no esconder el error, sino integrarlo. La transparencia en el proceso es parte del gesto fílmico. El miedo guía los mejores trabajos. No un miedo que paraliza, sino uno que agudiza la percepción, que vuelve al cuerpo alerta. Desde el temor a no comprender nace la curiosidad. El cine se convierte en una práctica del conocimiento, una aproximación científica sin pretensión de verdad, sin fórmulas, movida por la intuición y el deseo de entender lo vital. El ideal sólo se comprende desde la experiencia directa, desde el cansancio físico que acompaña cada jornada de cultivo, cada estación que pasa. Filmar exige presencia. No se trata de registrar el mundo, sino de compartirlo, de vivir con él.
Valle de Aburrá, Antioquia