Jugando a adaptar y no adaptar las Cartas de amor de la monja portuguesa, ese lacerante relato en forma epistolar de Mariana Alcoforado –que tiene frases como estas: “No envidio tu indiferencia, ¡me das lástima! Te desafío a que me olvides por completo. Me ufano de saber que sin mí no tienes sino placeres imperfectos y que soy más feliz que tú porque me ocupo más de este amor”, “Te exijo que me digas, ¿para qué te dedicaste a cautivarme tanto sabiendo muy bien que debías abandonarme? ¡Ah! Di, ¿por qué razón te encarnizaste en hacerme desgraciada? ¿Por qué no me dejaste tranquila en mi convento? ¿Qué daño te hice?”– Green hace una película con una hondura espiritual para que el espectador suba directo a los cielos. Quizás esta sería la película preferida de Simone Weil porque es sobre todo un regalo para la atención y para lo que el mundo de hoy tiene de oración. Dos mujeres dominan el relato. Una terminará, como la María más popular de la Historia, siendo madre sin sexo. Brevemente aparece el gran Diogo Dória, actor importantísimo y clave, por ejemplo, para Manoel de Oliveira. Una tierra incógnita está frente a Julie de Hauranne, la protagonista. Es, en un primer nivel, Lisboa, pero es, sobre todo, la geografía del amor y la pasión la que todavía no logra conocer, aprehender y habitar. Curiosamente, solo en su vagabundeo por las colinas de esa ciudad única, salida de un cuento de hadas parecido al de Le monde vivant, encontrará la manera de hacer suya esa tierra misteriosa.